El viajero del tiempo
Si nos atrevemos a definir el presente de la humanidad con el estado de los centros apoteósicos de la modernidad como el Valle de Silicio en California o Shenzhen en China, pasearse por los rincones de un centenar de países podría parecer como un viaje en el tiempo. Épocas que, para muchos, parecerían remotas, con ciudades y pueblos que no han sido visitados por las más prometedoras innovaciones y proezas que ha logrado consumar nuestra especie. Mas estos anacronismos, por más que resultan ofensivos desde la desigualdad que implican, no deben confundirse nunca con que se haya consumado la tan citada fantasía de la ciencia ficción sobre poder viajar al pasado.
No obstante, existe un país ubicado en el ombligo del mundo, donde una visita sugiere una descabellada teoría. Quizás, en algún pueblo remoto que acoge al cerebro de un genio o, aunque menos probable, en un laboratorio del cada vez con menos recursos CONACYT, un mexicano haya inventado una máquina del tiempo. Y, no solo eso, sino que ha traído a la vida la hasta ahora inimaginable trama de un sinfín de largometrajes al importar al primer viajero del tiempo; a un hombre proveniente del pasado. La mística de la Ciudad de México es un punto del planeta donde los intercambios y colisiones entre el pasado prehispánico, el colonialismo, la influencia de la Belle Époque y los rascacielos generan, en ocasiones, violentas transiciones entre siglos. Es natural que, en este río de traslapes temporales, alguien así pudiese pasar inadvertido, mas para el ojo observador, resulta discernible.
Dicha teoría, por más escandalosa que resulte por el milagro tecnológico que requiere para su validación, está respaldada por evidencia empírica. En un planeta acorralado por las funestas consecuencias del cambio climático y con una industria multimillonaria residiendo en las energías renovables, ¿quién empujaría y violentaría el statu quo para promover la industria petroquímica? Con todo y la ya detallada crónica de su muerte anunciada. En un país donde los incipientes derechos humanos han costado revoluciones, vidas y siglos, ¿quién apoyaría la destrucción de las instituciones y libertados que nos los han comenzado a proveer? En un planeta azotado por una pandemia sin control y que dejará cicatrices de la desigualdad, ¿quién optaría por la superstición y los detentes por encima de la ciencia y el método? Sin lugar a duda, ha de tratarse de un hombre de otras épocas, un hombre atrapado en el pasado.
Mas no nos adelantemos con una lapidación de juicios, ¿de dónde más podría provenir su afán por que las manecillas del reloj caminen en sentido contrario? Si no es de, probablemente, uno de los más universales sentimientos del ser humano: sentirse en casa. Por eso, no podemos juzgarlo. Por eso, no podemos sentirnos ajenos a su lucha. Pero eso no implica, por supuesto, que debamos votarle como el máximo representante de nuestra tribu. A menos claro, que queramos seguir empujando esas manecillas a su lado; manecillas por las que tantos hombres y mujeres dieron sus vidas por traer hasta donde están. Mas por el momento estemos atentos, pues seguramente la Academia sueca, atónita cual los ojos del resto del mundo están, seguirá en búsqueda de aquel prodigio para galardonarlo; para reconocerle que hizo posible la llegada del viajero del tiempo. Ojalá los nórdicos le den las gracias, porque nosotros no podemos.